Cállese, señor García

Por norma general, uno espera que el día -curioso cómo el significado de esta palabra siempre alude a otra cosa- comience por lo menos inmediatamente después que termina el día (o sea, el anterior). Sin embargo, hay días que insisten en andar como en cámara lenta, estirándose y comprimiéndose al compás de la relativa dependencia del tiempo con la gravedad, más precisamente de la gravedad del estado en que uno se encuentra a la hora misma en que el día ya debería haber comenzado hace rato.

Aconsejan, por lo tanto, no anotar la hora precisa en que despertamos, pues nada tiene ésta que ver con el comienzo del día, sino que el hito inflexivo que determinará irrenunciablemente que el día ha comenzado debe surgir como una medida descontaminada del asunto temporal y purificada con realidad dura y concreta: el día comienza con la tercera taza de café, o la página veinticuatro del libro, o el dolor que un destornillador asesino provoca en el dedo índice.

El Día (nótese el uso de mayúsculas) se negaba a comenzar. Como si de acuerdo a una extraña coincidencia de eventos (des)encadenados cuyo orden no importase (el viaje, la espera, dormir demasiado, comer poco) la batería de interrumptores que encienden la ingeniería humana en perfecta sincronía se hubiese descompuesto y resultase que ahora estoy de pie y la tv que suena a noticias de ayer, ahora duermo mientras creo que leo o me desplazo en un enorme gusano subterráneo, camimo o pienso. Pienso, pero que alguien más me confirme si existo que no estoy para dos tareas a la vez.

Con la cabeza hecha una burbuja de jabón voy leyendo 62, voy venciendo la inercia de leer 62 luego de que ese Día, más temprano, un acto de irresponsabilidad literaria me llevara a abandonar a Kafka para encontrarme ahora con un castillo menos distante y más complejo. A la sombra hacen dos mil grados, Charly busca hacerse un espacio en el Día justo por el hueco menos indicado, pidiendo a gritos una libertad que como el Día no llegará (martillazo demoledor directo a la cien) cuando viene el bus que me llevará de acá a un poco menos acá. Subo esperando el habitual pitido y ahí está, pero está otra vez, señal de alarma: mi tarjeta de viaje no cuenta con saldo suficiente. (¿Por suerte?) tengo una de repuesto con carga. No, no la tengo, está en casa. Desciendo -curiosa analogía dantesca- voy y vengo en un “carrusell” de ruido y letras (lo siento) ya insoportable.

El cliente habría fijado hora y lugar para este Día, todo en orden cuando a la sombra hacían tres mil grados, aquí que nada saben de sombra. Si ciertas instalaciones exageran con el asunto de la seguridad, pues ésta viene a ser la fábrica de las exageraciones. Con la cabeza hecha una burbuja (“reloca titila luz la ciudad”) y el Día cada vez más neumático y menos día, la mente tomará el camino salvador: la huida. La burocracia y las decisiones que escapan de nuestro control definen la tarde: no se podrá ingresar, venga otro día (parece que a esta gente le sobran). Mi buen humor me hace notar cómo aquella instalación industrial reflejaba burlonamente el Castillo inaccesible de la misma manera que -ya en materia- el espejo reflejaría la imagen del comensal, sacudiendo de la estantería todas las coincidencias: ese Día jamás comenzará, como tampoco K jamás alcanzará el Castillo (en esta dimensión, la fábrica de exageraciones), y luego el comenzal gordo de 62 pidiendo un castillo que sangra (“y la sangre hierve”) y Juan, despertando a todas las relaciones.

Será que hay días para no hacer nada, para moverse furtivos por debajo de las mesas, para saltarlos y corromper para siempre el calendario. El día comenzaría temprano (el otro día, el siguiente) y la memoria busca sanar las incoherencias: ¿este día está realmente empezando o es Ayer que llega veintucuatro-horas-y-un-minuto atrasado? Todo quedará registrado por separado, en cuadernos duales, insalvable abismo entre lo que es y lo que fue (pero que no fue, que nada se hizo), olor a neurona en el segundo tiempo, mezcla de tortilla surrealista con ensalada de trámites viejos a las siete y cuarto de la mañana: la tercera taza de café, la página veinticuatro del libro, el destornillador que irrumpe en la piel (del dedo medio).

09.11.17  –  /cosasdelavida   –  #relatos  #anecdotas   –  ziggys 
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