Especie de revival, de comienzo tardío, de resucitación a palazos. En casa suenan de fondo un saxofón y unas percusiones en bucle. Y las letras que llaman a la puerta de los dedos y los dedos que aman darle a los oídos el claptone plástico contra plástico y metal, como si de repente fueran también parte de la orquesta y uno que se enorgullece de un aire que no puede compartir con nadie (“el orgullo donde nadie pueda dudar de que lo tenés”), mirando de lado a lado a ver si alguno pasa y se da cuenta que estamos en pleno estado de “cable-jazz” (casualidad lingüística) con el perdón de vecinos, aves y monjes.
Empezar (retomar), mate de por medio, una fría mañana de lunes feriado de vaya saber qué personaje histórico o fantástico presupone un doble esfuerzo que ya lo justifica a uno. Es que hay mucho para contar y nada para decir. Pero mientras suenen las teclas (y los vientos) hay que continuar. Según mis cálculos llevó mi firma un artículo de noviembre nueve de dosmildiecisiete. Después de eso, una mera contribución inspirativa por allá por febrero y a partir de ahí: el silencio. Silencio por demás inevitable para el que está lleno de ideas pero vacío de tonalidad. Era tiempo de romperlo irracionalmente por varios motivos que no voy a explicar aquí y que se explicarán solos con “el correr de los días”. De momento, voy poniendo a cuenta de las cosas y las aguas.
Nos vamos moviendo en lenta caravana y vamos construyendo en la medida de nuestra voluntad colectiva. Hemos vencido a dioses asesinos. Corremos con la bendición de un can peludo y un gato tecladista ¿Qué podría salir mal?